miércoles, 15 de marzo de 2017

LA ENERGÍA: UN BIEN BÁSICO PARA EL DESARROLLO HUMANO

Guillermo Genta*
La energía está presente en todas las actividades de la sociedad. Su existencia está tan naturalizada que muchas veces no advertimos los graves problemas derivados de su insuficiencia o ausencia. Pero no siempre fue así.
En el caso particular de la electricidad, en nuestro país su aparición es prácticamente contemporánea con la acontecida en otros países de mayor desarrollo con grandes centros urbanos. Hasta su desarrollo comercial la fuerza humana y animal, algunos combustibles sólidos y líquidos y el gas producido a base de carbón, habían dotado al hombre de la energía necesaria para el desarrollo de sus actividades domésticas y productivas.
En la actualidad el Estado es indiscutiblemente y por diversos motivos el actor más relevante del mercado eléctrico, pero su rol fue variando a través de nuestra historia política, social y económica. En esa historia no estuvieron ausentes los avatares ideológicos.
Arbitrariamente podemos dividir la evolución de la actividad eléctrica en nuestro país en cuatro etapas básicas.
La primera se inició a fines del siglo XIX y concluyó alrededor de los años cuarenta del siglo siguiente. Esta etapa se caracterizó por un predominio de empresas privadas de capital extranjero prestando el servicio en las mayores concentraciones poblacionales del país, puesto que la escala de producción es intrínseca a la economía del negocio. Las compañías prestadoras eran originarias, principalmente, de Estados Unidos de Norteamérica, Gran Bretaña, Alemania e Italia. Países desde los cuales administraban sus actividades ubicadas en la Argentina. En ese período las localidades alejadas de los centros urbanos carecían del servicio eléctrico o lo obtenían mediante la organización de cooperativas. Desde el punto de vista tecnológico, la generación de electricidad se producía en base a equipos extranjeros motorizados por hidrocarburos, especialmente carbón importando transportado en los mismos buques que luego regresaban a origen trasladando nuestras exportaciones agropecuarias. Inicialmente, la principal demanda de electricidad fue el transporte tranviario y, en menor medida, la demanda domiciliaria y la industrial. Durante estos años la participación del Estado fue mínima y se redujo a controles menores del servicio y a la autorización de instalaciones ocupando espacios públicos.
A nivel internacional, la primera conflagración mundial y la complejidad del período entre ese evento y la segunda guerra mundial originaron efectos que impactaron en el desarrollo de la actividad eléctrica en nuestro país, principalmente en el aprovisionamiento de los productos importados que sustentaban el suministro del servicio.
Internamente, conflictos generados por comportamientos abusivos de las empresas fuertemente concentradas y predominantes en el mercado - causantes de conflictos con sus clientes y con el Estado-, corrupción política en la concesión y gestión pública de los contratos y la expansión de una ola de nacionalismo favorecieron una creciente intervención del Estado en el servicio eléctrico.
Con este cuadro de situación se inició la segunda etapa de la actividad. Un período en el cual se intensificó y extendió fuertemente la participación integral del Estado en el suministro de electricidad al conjunto de la sociedad; tanto en lo que se refiere a la regulación, el control, el diseño de la política pública y la producción. Se edificó un sistema institucional que configuró un sector con una novedosa capacidad, dinámica y centralidad en la esfera pública.
La inmigración había aumentado considerablemente la población del país. La industria nacional comenzó a vigorizarse con la producción de bienes intermedios y finales. Al mismo tiempo se incrementaron los servicios comerciales y públicos. Todo ello necesitaba de la electricidad. Una fuerza motriz limpia, segura, potente y de fácil disponibilidad que se había impuesto en el mundo desarrollado. El uso de la electricidad había elevado la productividad del trabajo y el bienestar social hasta niveles impensados un siglo antes.
Durante este segundo período, se crearon grandes empresas públicas nacionales de energía como Agua y Energía Eléctrica S.E. e Hidronor S.A., que construyeron, entre otros emprendimientos, centrales hidroeléctricas y redes de transporte y distribución de electricidad en alta, media y baja tensión. Se conformó Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires (SEGBA S.A.) sobre la base de las ex empresas privadas de la región. Se inició la actividad nucleoeléctrica. Se realizaron grandes emprendimientos hidroeléctricos binacionales como Salto Grande, con Uruguay, y Yacyretá, con Paraguay. También se crearon empresas públicas de servicio eléctrico en varias provincias. Con estas instituciones públicas nacionales y provinciales se configuró un sistema eléctrico nacional que permitió vincular anteriores y nuevas fuentes de energía, logrando un alto nivel de electrificación que alcanzó a todo o casi todo el país.
Este ciclo duró casi 50 años (un poco más que la etapa anterior). Finalizó a principios de los años 90 por causas complejas cuyo análisis supera largamente este espacio. En esta nueva etapa, la actividad eléctrica, inmersa en una profunda reforma económica y legal del sector público nacional, sufrió un proceso de transformación radical en tiempo record, bajo el paradigma de la economía de mercado. Mediante la nueva ley eléctrica N° 24.065/91 se crearon nuevas instituciones. Las empresas públicas nacionales se fraccionaron y se transfirieron a la actividad privada, como empresas generadoras, transportistas y distribuidoras. Las funciones de regulación, control y diseño de políticas quedaron reservadas al Estado. La función de planificación del sector se descentralizó en las empresas de manera que la visión global y social de largo plazo de la actividad quedó ausente. Este nuevo “modelo”, como se lo denominó, con sus aciertos y desaciertos, corrió la misma suerte que el régimen de “convertibilidad”. Como resultado de la crisis 2001/2002 se quebraron los contratos firmados entre privados y el Estado. Con la ley de Emergencia Económica y Social del año 2002, la ley eléctrica en la práctica quedó en suspenso y el Estado asumió el control de la actividad.
A partir del año 2003 se inició la que definimos como cuarta etapa del mercado eléctrico. En este nuevo ciclo, que finalizó en el año 2015, los sucesivos gobiernos nacionales intensificaron la intervención estatal en la actividad eléctrica, muchas veces con criterios discrecionales e inorgánicos. El sistema institucional construido a principios de los 90 en gran medida se desarticuló perdiendo su capacidad operativa. La postergación anual cuasi indefinida de la ley de Emergencia del año 2002 mantuvo el control de los precios y tarifas bajo el poder estatal. Como resultado de su empleo con fines políticos para amortiguar la inflación y subvencionar el consumo, sobre todo a nivel del Gran Buenos Aires, crecieron exponencialmente las deudas intrasectoriales y las diferencias entre costos superiores a los precios/tarifas del servicio pasaron a engrosar el presupuesto nacional, de modo que se transformaron en subsidios financiados con el aporte impositivo del conjunto de la población. Como resultado de la inercia del descalabro financiero de la actividad en esos años, en el 2016 estos subsidios estuvieron en torno de los u$s 13.000 millones.
A partir de fines del año 2015 se inició una etapa de la actividad cuya interpretación es prematuro realizar, pero en la cual existen claras expresiones gubernamentales del propósito de regularizar la organización del mercado eléctrico, aspirando a poner nuevamente en vigencia plena la ley eléctrica N° 24.065/91 pero, se presume, con una nueva y mayor centralidad de la política pública sectorial en la que la cuestión ambiental, el aprovechamiento de energías renovables y el planeamiento a mediano y largo plazo están entre los temas prioritarios de la agenda estatal.
Los desafíos no son menores. Entre otros, disminuir los subsidios energéticos (con el objetivo de reducir el déficit del Presupuesto Nacional) aumentado precios y tarifas, con la menor afectación del costo de la canasta familiar evitando agravar la distribución del ingreso; reducir las importaciones de energía y combustibles que afectan negativamente nuestro balance comercial; ampliar el sistema de transporte de electricidad para dar cabida a la nueva generación (especialmente renovable); incentivar la introducción de adelantos tecnológicos en la prestación del servicio (regulando la función del consumidor/productor, por ejemplo); atraer inversiones y financiamiento para lograr la seguridad del abastecimiento y mejorar la eficiencia de la producción con precios y tarifas que favorezcan la competitividad de nuestra economía y el bienestar social.
La tarea es ardua y requiere de constancia y coherencia en  el largo plazo, más allá del actual gobierno.


*Especialista en economía de la energía.

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