Guillermo Genta*
La energía está presente en todas las actividades de la
sociedad. Su existencia está tan naturalizada que muchas veces no advertimos
los graves problemas derivados de su insuficiencia o ausencia. Pero no siempre
fue así.
En el caso particular de la electricidad, en nuestro país su
aparición es prácticamente contemporánea con la acontecida en otros países de
mayor desarrollo con grandes centros urbanos. Hasta su desarrollo comercial la
fuerza humana y animal, algunos combustibles sólidos y líquidos y el gas
producido a base de carbón, habían dotado al hombre de la energía necesaria
para el desarrollo de sus actividades domésticas y productivas.
En la actualidad el Estado es indiscutiblemente y por
diversos motivos el actor más relevante del mercado eléctrico, pero su rol fue
variando a través de nuestra historia política, social y económica. En esa
historia no estuvieron ausentes los avatares ideológicos.
Arbitrariamente podemos dividir la evolución de la actividad
eléctrica en nuestro país en cuatro etapas básicas.
La primera se inició a fines del siglo XIX y concluyó alrededor
de los años cuarenta del siglo siguiente. Esta etapa se caracterizó por un
predominio de empresas privadas de capital extranjero prestando el servicio en
las mayores concentraciones poblacionales del país, puesto que la escala de
producción es intrínseca a la economía del negocio. Las compañías prestadoras
eran originarias, principalmente, de Estados Unidos de Norteamérica, Gran
Bretaña, Alemania e Italia. Países desde los cuales administraban sus actividades
ubicadas en la Argentina. En ese período las localidades alejadas de los
centros urbanos carecían del servicio eléctrico o lo obtenían mediante la
organización de cooperativas. Desde el punto de vista tecnológico, la
generación de electricidad se producía en base a equipos extranjeros
motorizados por hidrocarburos, especialmente carbón importando transportado en
los mismos buques que luego regresaban a origen trasladando nuestras
exportaciones agropecuarias. Inicialmente, la principal demanda de electricidad
fue el transporte tranviario y, en menor medida, la demanda domiciliaria y la
industrial. Durante estos años la participación del Estado fue mínima y se
redujo a controles menores del servicio y a la autorización de instalaciones
ocupando espacios públicos.
A nivel internacional, la primera conflagración mundial y la
complejidad del período entre ese evento y la segunda guerra mundial originaron
efectos que impactaron en el desarrollo de la actividad eléctrica en nuestro
país, principalmente en el aprovisionamiento de los productos importados que
sustentaban el suministro del servicio.
Internamente, conflictos generados por comportamientos
abusivos de las empresas fuertemente concentradas y predominantes en el mercado
- causantes de conflictos con sus clientes y con el Estado-, corrupción
política en la concesión y gestión pública de los contratos y la expansión de una
ola de nacionalismo favorecieron una creciente intervención del Estado en el
servicio eléctrico.
Con este cuadro de situación se inició la segunda etapa de la
actividad. Un período en el cual se intensificó y extendió fuertemente la
participación integral del Estado en el suministro de electricidad al conjunto
de la sociedad; tanto en lo que se refiere a la regulación, el control, el
diseño de la política pública y la producción. Se edificó un sistema
institucional que configuró un sector con una novedosa capacidad, dinámica y
centralidad en la esfera pública.
La inmigración había aumentado considerablemente la población
del país. La industria nacional comenzó a vigorizarse con la producción de
bienes intermedios y finales. Al mismo tiempo se incrementaron los servicios comerciales
y públicos. Todo ello necesitaba de la electricidad. Una fuerza motriz limpia,
segura, potente y de fácil disponibilidad que se había impuesto en el mundo
desarrollado. El uso de la electricidad había elevado la productividad del
trabajo y el bienestar social hasta niveles impensados un siglo antes.
Durante este segundo período, se crearon grandes empresas
públicas nacionales de energía como Agua y Energía Eléctrica S.E. e Hidronor
S.A., que construyeron, entre otros emprendimientos, centrales hidroeléctricas
y redes de transporte y distribución de electricidad en alta, media y baja
tensión. Se conformó Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires (SEGBA S.A.)
sobre la base de las ex empresas privadas de la región. Se inició la actividad
nucleoeléctrica. Se realizaron grandes emprendimientos hidroeléctricos binacionales
como Salto Grande, con Uruguay, y Yacyretá, con Paraguay. También se crearon
empresas públicas de servicio eléctrico en varias provincias. Con estas
instituciones públicas nacionales y provinciales se configuró un sistema
eléctrico nacional que permitió vincular anteriores y nuevas fuentes de
energía, logrando un alto nivel de electrificación que alcanzó a todo o casi
todo el país.
Este ciclo duró casi 50 años (un poco más que la etapa
anterior). Finalizó a principios de los años 90 por causas complejas cuyo
análisis supera largamente este espacio. En esta nueva etapa, la actividad
eléctrica, inmersa en una profunda reforma económica y legal del sector público
nacional, sufrió un proceso de transformación radical en tiempo record, bajo el
paradigma de la economía de mercado. Mediante la nueva ley eléctrica N° 24.065/91
se crearon nuevas instituciones. Las empresas públicas nacionales se
fraccionaron y se transfirieron a la actividad privada, como empresas
generadoras, transportistas y distribuidoras. Las funciones de regulación,
control y diseño de políticas quedaron reservadas al Estado. La función de
planificación del sector se descentralizó en las empresas de manera que la
visión global y social de largo plazo de la actividad quedó ausente. Este nuevo
“modelo”, como se lo denominó, con sus aciertos y desaciertos, corrió la misma
suerte que el régimen de “convertibilidad”. Como resultado de la crisis 2001/2002
se quebraron los contratos firmados entre privados y el Estado. Con la ley de
Emergencia Económica y Social del año 2002, la ley eléctrica en la práctica
quedó en suspenso y el Estado asumió el control de la actividad.
A partir del año 2003 se inició la que definimos como cuarta
etapa del mercado eléctrico. En este nuevo ciclo, que finalizó en el año 2015,
los sucesivos gobiernos nacionales intensificaron la intervención estatal en la
actividad eléctrica, muchas veces con criterios discrecionales e inorgánicos. El
sistema institucional construido a principios de los 90 en gran medida se
desarticuló perdiendo su capacidad operativa. La postergación anual cuasi
indefinida de la ley de Emergencia del año 2002 mantuvo el control de los
precios y tarifas bajo el poder estatal. Como resultado de su empleo con fines
políticos para amortiguar la inflación y subvencionar el consumo, sobre todo a
nivel del Gran Buenos Aires, crecieron exponencialmente las deudas
intrasectoriales y las diferencias entre costos superiores a los
precios/tarifas del servicio pasaron a engrosar el presupuesto nacional, de
modo que se transformaron en subsidios financiados con el aporte impositivo del
conjunto de la población. Como resultado de la inercia del descalabro
financiero de la actividad en esos años, en el 2016 estos subsidios estuvieron
en torno de los u$s 13.000 millones.
A partir de fines del año 2015 se inició una etapa de la
actividad cuya interpretación es prematuro realizar, pero en la cual existen
claras expresiones gubernamentales del propósito de regularizar la organización
del mercado eléctrico, aspirando a poner nuevamente en vigencia plena la ley
eléctrica N° 24.065/91 pero, se presume, con una nueva y mayor centralidad de
la política pública sectorial en la que la cuestión ambiental, el
aprovechamiento de energías renovables y el planeamiento a mediano y largo
plazo están entre los temas prioritarios de la agenda estatal.
Los desafíos no son menores. Entre otros, disminuir los
subsidios energéticos (con el objetivo de reducir el déficit del Presupuesto
Nacional) aumentado precios y tarifas, con la menor afectación del costo de la
canasta familiar evitando agravar la distribución del ingreso; reducir las
importaciones de energía y combustibles que afectan negativamente nuestro
balance comercial; ampliar el sistema de transporte de electricidad para dar
cabida a la nueva generación (especialmente renovable); incentivar la
introducción de adelantos tecnológicos en la prestación del servicio (regulando
la función del consumidor/productor, por ejemplo); atraer inversiones y
financiamiento para lograr la seguridad del abastecimiento y mejorar la eficiencia
de la producción con precios y tarifas que favorezcan la competitividad de
nuestra economía y el bienestar social.
La tarea es ardua y requiere de constancia y coherencia
en el largo plazo, más allá del actual
gobierno.
*Especialista en economía de la energía.
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