sábado, 10 de marzo de 2012

El Estado Argentino


[El texto que se transcribe a continuación está basado en la “Introducción”, escrita por W. Ansaldi y J. L. Moreno, del libro “Estado y sociedad en el pensamiento nacional” (Cántaro Editores, 1989, Buenos Aires) que compila textos sobre el tema de diversos autores. Si bien este texto fue escrito hace más de 15 años tiene mucha actualidad porque ubica el debate sobre el estado argentino en un contexto histórico que nos permite comprender la situación del estado hoy, y pensar posibles caminos para el futuro]

A fines de la década de 1980, la cuestión del Estado busca ocupar un lugar preponderante en uno de los debates de la sociedad argentina post-dictadura, una sociedad que busca afirmar el rumbo del proceso de transición a la democracia. Empero, el debate en nuestro país a menudo no va más allá de los viejos conceptos y de las frases vacías de contenido, compartiendo el pauperismo teórico de la mayoría de las controversias sobre problemas cruciales de nuestra sociedad.
Pero se hace imperioso advertir que no estamos ante una cuestión menor. Todo lo contrario, ella es central en la definición de cualquier idea o proyecto de sociedad. A menudo vinculada al discurso ideológico político, o a las expresiones cotidianas del ciudadano común respecto a la ineficacia y/o ineficiencia de los servicios que brinda el estado, el problema parece reducirse a una cuestión administrativa. Pero el Estado, en su aspecto más medular, no se puede analizar desde la óptica de las ciencias de la administración; el Estado es, sobre todo, un problema político y por ello debe ser observado y estudiado en el contexto de las ciencias sociales (política, historia, economía, etc.). Más aún, el problema no es reducible al plano estatal. De lo que se trata es de poner en el centro del debate y de las decisiones, la cuestión de las relaciones entre el Estado y la sociedad civil, la que incluye, la de no fácil resolución de la primacía de uno u otra. El problema es, en definitiva, el de la democracia o, lo que es igual, la conversión, de lo estatal en público. En palabras de Pierre Rosanvallon, la democracia permite la reconciliación de la sociedad política y de la sociedad civil.
Por otro lado, la cuestión del Estado, o más precisamente, de las relaciones entre Estado y sociedad, no es materia privativa  de políticos profesionales, de científicos sociales, de burócratas o de técnicos. Es una cuestión de interés colectivo, que exige una amplia participación en la discusión sobre su resolución. En este sentido no es ocioso recordar las palabras de J. J. Rousseau cuando afirma en el Contrato Social que “desde el momento en que alguien dice de los negocios del Estado: ¿a mí que me importa?, se debe saber que el Estado está perdido”.
Estado y sociedad es una expresión que remite a las complejas conexiones históricas –esto es cambiantes y/o permanentes- que vinculan a uno u otra. Su tratamiento implica considerar un amplio abanico de cuestiones, de categorías, de conceptos. No puede estudiarse sino a través de una investigación que reúna simultánea e interrelacionadamente la teoría y los datos empíricos, que escape a las tentaciones de una exposición teórica sin una inserción histórica precisa. Esta es una petición de principios elemental, pero se hace necesario insistir en ella porque en esta materia nos encontramos con demasiadas preguntas sin respuestas, precisamente porque los tránsitos sobre la misma se han hecho por una sola vía, siendo menor el recorrido por ambas. En otras ocasiones nos encontramos, en cambio, con un absoluto desconocimiento de problemas, como sucede, por ejemplo, con el proceso de formación de las clases sociales o, para decirlo más amplia y exactamente, de los procesos de formación de la estructura de clase y de la estructura social, ambos de conocimiento imprescindibles para hablar de sociedad, de Estado y de relaciones de una y otro.
Estado y sociedad remiten también a otra relación, igualmente fundamental, que podemos denominar genética: ¿quién crea a quién? La respuesta hay que encontrarla en el análisis de la realidad. Hay situaciones históricas en la que el Estado es creación de la sociedad o, como se dice otras veces, de la nación; hay otras, en cambio, en las que la sociedad y/o la nación resultan creación del Estado. En América Latina, Argentina incluida, pareciera primar la segunda situación. Efectivamente, el caso de nuestro país parece sugerir un fuerte peso genético del Estado. Más no solo en el proceso fundacional, en el siglo XX es apreciable la fortaleza del Estado: la crisis del Estado oligárquico y sobre todo los intentos de superación de la crisis abierta con el golpe militar de 1930, también potencian la misma. Sin embargo, este Estado fuerte (fuerte en relación a la sociedad civil, débil frente al capital extranjero y sus expresiones políticas, y téngase en cuenta que débil no quiere decir sumiso) no tiene una historia carente de contradicciones, de ambigüedades, de cambios. Puede admitirse su papel fundacional, su temprana y vigorosa intervención en la economía (incluso durante el período de la llamada Argentina moderna, o la república conservadora, u oligárquica o liberal esto es, entre 1880 y 1930, a despecho de los que sostienen tradicionales versiones estereotipadas), como también puede admitirse que en esa misma Argentina moderna, tan estatista, aparecen y se desarrollan varias instituciones de y en la sociedad civil, cuyo accionar no es para nada desdeñable, comenzando por los sindicatos obreros, las bibliotecas y ateneos populares, las sociedades de socorros mutuos, los clubes, etc. Se trata de precoces intentos de resguadar para la sociedad civil espacios sobre los cuales intenta avanzar el Estado, a veces apropiados y expropiados efectivamente por éste. Se trata de una larga lucha, inconclusa, entre fuerzas desiguales, en ocasiones convergentes aunque a menudo son antagónicas. Las consecuencias de este complejo proceso no son triviales ni su estudio es un entretenimiento para científicos sociales. Su elucidación es clave para entender cómo se constituye en la Argentina una cultura política estatalista y cuánto ésta es hoy una base o una rémora para dar una solución diferente a la relación entre Estado y sociedad. Solución que no es sencilla, pues no sólo debe dar cuenta de los cambios ocurridos en uno y en otra y, consecuentemente, en la urdimbre que constituye la conexión, sino que simultáneamente tiene que encontrar una respuesta capaz de poner límites a la tendencia avasallante de un Estado omnicomprensivo y al riesgo de una sociedad civil corporativizada. Pero esta solución no es otra que la de la democracia, entendida en una perspectiva que supere los límites de los modelos en práctica.
Una mirada a la historia de nuestro país a partir de la independencia política nos muestra una relación siempre –o casi siempre- tortuosa entre la sociedad y el Estado.
La fragmentación política, social, económica y cultural que sucede a la dominación española constituye el escenario natural en el que se inscribe la historia de esa relación. Una larga tradición historiográfica ha colocado el tema de la organización nacional en el primer plano. Federalismo y unitarismo –Buenos Aires versus el interior- soslayan las consecuencias de esa fragmentación. Esta se manifiesta en la imposibilidad de generar una organización consensual del Estado, aunque la misma sea sólo una manifestación epidérmica del problema. En lo profundo, otras cuestiones atinentes a la sociedad parecieran haber impedido el camino a la unidad nacional. Dichas consecuencias no son sólo soslayadas por los actores que viven los propios acontecimientos en el siglo pasado, sino también por los que las reconstruyen. Sería extremadamente sencillo y sencillamente equivocado analizar el conflicto planteado en el plano ideológico-político. En efecto, una rápida mirada nos muestra una riqueza de tales manifestaciones que obliga a la cautela y a un meduloso análisis. Se ha señalado –y en más de una oportunidad, para dar un solo ejemplo- que el centralismo rosista tiene poco y nada que ver con la voluntad popular federalista, manifiesta ésta, en cambio, en muchos hombres importantes, pero que tal vez ha quedado mejor expresada en las ideas de Artigas, en verdad un federalista coherente.
La tradición historiográfica nos habla permanentemente de las dificultades en la organización del Estado, es decir del poder y de la nación, particularmente porque los actores sociales no hallan los acuerdos de cómo lograrla. Las sucesivas crisis políticas del Estado nacional en construcción, hasta la década de 1870, habrían sido también emergentes del rechazo de una sociedad segura, al menos, de saber lo que no quiere. Llegados a este punto deberíamos preguntarnos si toda la sociedad (a sabiendas de que no todos los sectores participan igualmente en los asuntos del Estado, pues en realidad estos constituyen asuntos de una élite) se reconoce a sí misma como perteneciente a algo común, único. La pregunta sólo se puede contestar muy fragmentaria e hipotéticamente, porque no tenemos disponible una completa historia social de la conformación de la sociedad y del Estado, ni una historia social de la cultura política.
De todos modos los proyectos de organización del Estado según los criterios rivadaviano (inscripto en el unitarismo) y rosista (inscripto en el federalismo), para mencionar los dos más acabados, no pueden imponerse, aún cuando las causas son muy diversas; finalmente son rechazados por una sociedad que los ha resistido desde sus comienzos.
Pareciera que la imposibilidad de organizar un Estado (lo suficientemente fuerte como para mantener la antigua unidad disuelta) no sólo está signada por la fortísima dificultad de encontrar acuerdos políticos que definan una pacto de dominación que lo legitime, sino también por la imposibilidad de la sociedad de evadir su propia fragmentación económica, social y cultural. Las mismas élites dirigentes, ni hablemos de las clases subalternas, tienen serias dificultades de identificación en un mismo patrón cultural.
Probablemente, la dificultad de transitar otras opciones institucionales es la que lleva a un grupo de hombres de la élite dirigente a escala nacional a formalizar la unificación política con la hegemonía de Buenos Aires: triunfa, por fin, el liberalismo. Guerras, dictaduras y fuertes disensos sociales y regionales ceden lugar a acuerdos institucionales para formalizar la unidad que encuentra en el general Roca y en el ejército la voluntad y el brazo armado, su vigía y su garantía. La sociedad ha tenido que madurar no sin antes haber incorporado a otros grupos etnoculturales que, paradójicamente, han huido de guerras, cuando no de crisis y hambrunas. De este modo, suizos, franceses, irlandeses, vascos, lígures y británicos, entre otros, se van incorporando lentamente, no sin antes provocar modificaciones en la sociedad receptora, inclusive y fundamentalmente de tipo productivo y cultural.
La sociedad y el Estado logran hacia finales de 1870 y comienzos de 1880 un “matrimonio” relativamente estable. Pero otra vez la relación deviene frágil muy pronto. Con el proyecto de la “generación del 80” el Estado se organiza, pero la sociedad cambia radicalmente de sustancia: la inmigración masiva es quien modifica muy pronto los términos de la “ecuación” de la metáfora matrimonia, que puede expresarse del siguiente modo esquemático:

- Sociedad débil – Estado débil (1810 – 1870 apróx.)
- Sociedad fuerte – Estado fuerte (1880 – 1910 apróx.)
- Sociedad débil – Estado fuerte (1910 - ……)[1]

Cuando en la Argentina irrumpe la inmigración masiva y provoca, entre otros resultados, el doblamiento de un territorio vaciado de indios, el proceso de gestación social y nacional sufre una mutación profunda. En determinados momentos y lugares, el peso de la población extranjera es tan grande que los actores sociales locales parecen haber perdido el sentimiento de pertenencia, el de la propia historia e identidad. La historia de la sociedad argentina parece reducirse a una expresión tan breve como traumática, con raíces poco profundas. Hace ya mucho tiempo que José Luis Romero conceptualizara este fenómeno con la expresión “sociedad aluvial”.
La sociedad de herencia hispánica con fuertes contornos mestizos –criollos- cede lugar a otra fundamentalmente híbrida por la presencia de grupos de distintas filiaciones etnoculturales. Incluso, muchos de ellos provienen de territorios de compleja y reciente formación estatal, cuando no de geografías tumultuosas y de sociedades desgarradas. En este sentido, muchos nos hemos preguntado ¿cuán italiano puede sentirse un campesino siciliano de fines del siglo XIX, o cuán español o francés un vasco, o británico un irlandés? Pues bien, a partir de entonces se gesta la idea hoy cuestionada de una sociedad conformada en un “crisol de razas” y caracterizada, entre otros aspectos, por su condición de abierta, universalista y no selectiva. Si el crisol es un hecho real, oculta de todos modos el otro lado de la cuestión, cual es el del carácter de la nueva sociedad que emerge, teniendo en cuenta que prácticamente se “renueva” casi en su totalidad, conformando una nueva cultura. Juan Carlos Portantiero ha marcado muy bien la originalidad del caso argentino, en el que –hacia el novecientos- se constata la existencia de un problema de identidades culturales perdidas (la de los criollos y de los inmigrantes), junto al de la construcción “entre retazos” de una nueva identidad, en la que son fundamentales actores los hijos de los inmigrantes.
Sin duda, la “extranjerización” genera tensiones dramáticas y explosiones violentas y, por sobre todas las cosas, una nueva relación frente al Estado, ambigua y contradictoria, si se quiere, como lo indican el rechazo a la posibilidad de naturalizarse y convertirse en ciudadano y la relativamente fuerte participación en asociaciones de interés (corporaciones), como las sociedades de socorros mutuos, los sindicatos y otras formas.
Si el Estado se consolida a partir de 1880, la apertura democrática de 1912 no lo debilita y el país continúa creciendo a un ritmo apreciable hasta la crisis mundial de 1929. En rigor, la reforma electoral impulsada por Roque Sáenz Peña y un grupo de perspicaces políticos no provoca ni una crisis ni una reforma del Estado, sino sólo una transformación del régimen político que no altera el pacto de dominación. Por otro lado, durante los gobiernos radicales de H. Irigoyen y de Marcelo T. de Alvear el Estado se fortalece, ocupando un mayor espacio mediante su política económico-social. La crisis mundial de 1929, y la subsiguiente intervención profunda del Estado, irrumpe en Argentina en una sociedad civil debilitada, en la cual se ha interrumpido el flujo inmigratorio aluvional. En rigor, la respuesta de la clase dominante a la crisis está más lejos del welfare state y más cerca del modelo de los Estados absolutos y totalitarios europeos.
La actual crisis del Estado es, entre otras cosas, la crisis de ese modelo generado en la década del ´30 y prolongando ininterrumpidamente hasta la década de los ´70 inclusive. Los años de 1930 y 1940 pueden caracterizarse como de transformaciones económicas y sociales a partir del Estado. Es en especial en el plano de la economía donde su peso es mayor tras la ruptura del modelo agro exportador, pero también el Estado es el punto de apoyo a partir del cual la clase dominante perpetúa su poder a pesar de la modificación de las reglas de juego económicas a escala mundial. El peronismo –con su esquema corporativo, apoyado en el ejército, los sindicatos y la iglesia- no hace más que afianzar la hegemonía del Estado. Con el dominio de éste intenta desarticular el poder de las clases dominantes y estimular un proceso de industrialización con un punto de apoyo muy débil, por ausencia de una burguesía industrial hegemónica del proceso.
La encrucijada en la que entra el país tras la ruptura del modelo denominado de industrialización por sustitución de importaciones y la dificultad (hasta ahora no superada) para elaborar uno que lo reemplace, se traduce en la ausencia de una clase hegemónica (o, como se ha dicho certeramente, en un “empate hegemónico”). En esas condiciones, el Estado fuerte se hace más fuerte aún y la sociedad no puede superar su largo debilitamiento.
Las diferentes alianzas intentadas entre distintos sectores –tanto durante gobiernos militares como civiles- se debilitan más rápida que lentamente, hasta caer a pesar de contar con la fuerza del Estado. Así, las crisis de legitimidad son una constante en la historia argentina desde 1930, conformando en rigor una crisis permanente, una crisis orgánica.
Bien mirada, la crisis no puede reducirse a la dimensión estatal: el verdadero tema es el de la sociedad, de la cual el Estado es una parte fundamental. En consecuencia, la crisis del Estado, strictu senso, es la crisis de la sociedad. Jorge Graciarena lo ha planteado muy bien: “En su sentido más estricto, una crisis básica de Estado existe sólo cuando lo que está en cuestión es la matriz fundamental de la dominación social que le es inherente y sobre la que se constituye……En la crisis de una forma de Estado, lo que cambia es la figura de éste, manteniéndose como invariante la relación fundamental de dominación”. Deben entenderse “como crisis de una forma de Estado solamente las situaciones de transformación, mutación o cambio estructural que enfrenta una forma singular de éste y que no puede resolverse apelando a sus recursos normales. Por tanto, la superación de la crisis supone más que eso, es consustancial con la propia transformación formal del Estado. La crisis de Estado constituye un momento significativo de conflicto, un punto de inflexión de las tendencias históricas y contradicciones determinantes de la configuración concreta del Estado y del régimen político, una mutación irreversible. Esto no implica necesariamente la modificación de la estructura jurídica del Estado, tal como está contenida en su ley constitucional. Es de sobra sabido que una matriz fundamental puede servir para contener una variedad considerable de formas de Estado, que a su vez alberga gobiernos de distinto signo ideológico.”
“Por tanto, la crisis de Estado a que se alude aquí es estructural e histórica y se configura en medio de una situación tal, que una solución de cualquier sentido posible trae aparejada una ruptura con el pasado. Es decir, la crisis existe cuando no hay retorno estable posible a una forma de Estado que ha perdido vigencia, aunque el movimiento que se engendre sea de restauración, reacción o reorganización.”
El enfoque planteado en esta Introducción, dirigido obviamente a precisar las hipótesis expuestas, no pretende negar otros aspectos y otros orígenes de la crisis actual: sólo privilegia la relación Estado-sociedad. Sin duda, la breve experiencia democrática de nuestros días –puede decirse única en nuestra historia nacional- con su enorme carga de contradicciones provocadas por el peso de la deuda externa, la cultura autoritaria, el estancamiento económico, los episódicos brotes de violencia e intolerancia, entre otras cuestiones, ha agudizado esa crisis, y al igual que en algunas enfermedades tales etapas son necesarias e inevitables para su resolución. De cómo ella se resuelva podremos saber si el enfermo será crónico o si el paciente evolucionará favorablemente hasta su curación. Por ahora continuamos en la etapa aguda de la enfermedad, aunque con un paciente lúcido.

Como ya señalamos la afirmación final del ensayo de W. Ansaldi y J. L. Moreno sigue vigente 15 años después de escrito, pero también debe tomarse en cuenta que muchas cosas importantes han pasado desde entonces, y estos hechos ponen de manifiesto que se está definiendo un rumbo inédito, todavía incierto. Algunos de esos hechos son: las fuerzas armadas (“el partido militar”) han dejado de ser un actor relevante de la sociedad argentina, los procesos hiperinflacionarios inéditos y terminales de fines de los 80 produjeron una profunda marca en la sociedad, la rápida y profunda reforma económica del menemismo, impulsada desde el exterior pero legitimada por amplios sectores de la sociedad, modificó las relaciones de poder relevantes, la profunda crisis económica, social y política de fines del 2001, y la progresiva perdida de legitimidad de los partidos políticos parecen indicar la conclusión de un ciclo político y la posibilidad de iniciar uno nuevo, del cual el actual intento de regeneración del peronismo parece ser un componente novedoso. Estos son solo algunas de las grandes manifestaciones de estos últimos años en los cuales a la debilidad de la sociedad civil se sumó el debilitamiento deliberado del Estado. La propuesta apunta a fortalecer un nuevo Estado, a partir de un fortalecimiento de la sociedad civil, de modo de generar un tipo de vínculo inédito entre estos dos ámbitos donde, más que primacía de uno sobre otro, ambos se complementen para avanzar hacia la construcción de una sociedad más democrática, integrada y autónoma. En ese sentido los servicios públicos cumplen un doble rol: horizontalmente integran y colaboran con la equidad social, y verticalmente fortalecen el vínculo de la sociedad con el de una identidad nacional que personifica y simboliza una Estado presente.


[1] Actualizando  el esquema planteado por los autores a fines de la década de 1980, la situación sería hoy, vista retrospectivamente:
- Sociedad débil – Estado fuerte (1910 – 1990)
- Sociedad débil – Estado débil (1990 - …….)

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